Moon subió la escalera que conducía a las habitaciones superiores. Había estado recogiendo algunas rosas del jardín y ahora se dirigía a su alcoba en busca de aquel hermoso jarrón que había pertenecido a su madre. Su madre… Es curioso como el tiempo cicatriza las heridas; algún tiempo después de que su madre hubiese fallecido, Moon todavía se despertaba en mitad de la noche sollozando y empapada en sudor debido a un onírico recuerdo de su madre cuando la enfermedad la había consumido casi por completo. En esos sueños los rubios y lisos cabellos de la dama habían dado paso a unas descuidadas y blancas greñas, su rosado rostro había emblanquecido de un modo cadavérico y sus alegres y joviales ojos azules se habían convertido en unos ojos que denotaban un cansancio propio del que ha sufrido mucho en muy poco tiempo. Ahora todo era distinto, ya habían pasado varios años y esos aterradores recuerdos habían dado paso a unos nuevos: La madre que ahora ella recordaba era una mujer risueña y cálida, que quería a su familia más que a nada en el mundo y que, a pesar de su amable carácter, era fuerte y decidida y quizás la más hermosa del reino. Moon se parecía mucho a ella en el físico, sin embargo se sentía sola y, aunque acostumbraba a sonreír y su sonrisa no parecía falsa, Moon se sentía enormemente desdichada: Tenía un código de comportamiento y debía fingir en todo momento decisión y autodeterminación, pero eso no era lo peor, quizás si no fuese por lo siguiente ella no creería ni que fuese algo malo; lo peor era que casi ni hablaba con su padre a pesar de vivir bajo el mismo techo. El rey solía gastar su tiempo en reuniones y la mayor parte de las veces ni siquiera podían comer juntos, pues muy a menudo el padre debía viajar por motivos del reino. Moon se hallaba tan sumida en sus pensamientos que no había advertido la presencia del hombre que estaba bajando la misma escalera que ella subía. -Buenos días, milady- dijo él en un tono de voz tan cavernosa que la princesa pegó un respingo y dejó caer el rojo ramillete por las escaleras. El hombre hizo una reverencia. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, de pelo negro aunque ya con algunas canas acumuladas en ciertos puntos que dejaban advertir por algunos instantes reflejos plateados en su oscura cabellera, y una barba tan negra como el mismísimo carbón. Vestía una túnica gris que le llegaba hasta los pies con una capucha que ocultaba su afilado rostro entre las sombras. A pesar de su intento por mostrar una mueca amable, sus ojos dejaban entrever la avaricia, la cual lo reconcomía por dentro, como si de una enfermedad se tratase. Sin embargo la princesa, quizás debido a las pocas relaciones que solía mantener con la gente, no se había percatado de ello. A pesar de eso, a Moon no le gustaba ese hombre, había algo demasiado tétrico en él que la asustaba, como un halo que envolvía su cuerpo y el aire que éste tocaba. -Buenos días, Fray Dvorak, no lo había visto- dijo en un tono serio y que a la vez pretendía ser sereno, aunque resultó un intento fallido. El hombre se dio media vuelta y continuó bajando la escalera. Ella tras una breve pausa se dedicó a recoger las flores que había tirado momentos antes, y hecho esto continuó su camino hacia su habitación, colocó las flores en el jarrón con agua y se dispuso a mirar por la ventana. Allí fuera se encontraban los campesinos trabajando sus tierras. Ése era su único trabajo, sólo debían preocuparse por su vida y las de sus familias, y por la de nadie más. Ésa era la vida que Moon quería para ella, a pesar de lo que decía su padre sobre que el día de su nacimiento las estrellas profetizaron que ella estaba destinada a hacer grandes cosas. En ese momento entró en su aposento Rebecca, su criada personal. -Vengo a avisaros por orden del rey de que su majestad ha tenido que partir por importantes asuntos de estado y puede que no regrese hasta la próxima semana. -¡¿Otra vez?! – a pesar de su dura educación, Moon casi perdió los estribos, pero se recuperó. –No hace aún dos días que acaba de regresar y ya ha de partir de nuevo. Nunca tiene tiempo para mí… - esto último lo dijo en un susurro, más para sí que para Rebecca. -Vuestro padre os quiere más que a nada en el mundo, pero tiene ciertas responsabilidades… -¡¡MI PADRE NO ME QUIERE!! – Moon acabó de perder los estribos por completo, ni siquiera era dueña de sus actos a partir de ese instante. -¡¡Si me quisiera podría aplazar o cancelar alguna de esas reuniones, pero no me quiere!! Incluso si me fuera no me echaría en falta. -No diga eso, alteza…- continuó Rebecca en el tono más tranquilizador posible, pero la princesa le volvió a cortar: -¡Ya me cansé! Si él realmente me quiere que venga a buscarme. Estoy harta de esta vida. Me voy. Rebecca, dame ropa de la que usas a diario. -Alteza, no voy a… -¡Dámela! ¿O es que te piensas arriesgar a morir en la horca? Porque supongo que sabes que ése es el castigo por desobedecer una orden de un miembro de la Familia Real. Con lágrimas en los ojos Rebecca hizo lo que la princesa le mandaba y añadió a la vestimenta una capa de viaje. -Bien, ahora baja a los establos y ensilla un caballo. Elige el mejor, pues pienso hacer un largo viaje que me aleje de todo esto. – Dijo refiriéndose al castillo. La mujer obedeció, y poco tiempo después Moon ya huía a lomos de aquel hermoso caballo negro que Rebecca le había proporcionado y se perdía en la espesura del bosque.
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